domingo, 30 de diciembre de 2007

De Arcedianos está empedrado el camino de la peste.

El otro día estaba viendo como remiendan los baches del "pavimento" . Primero, le barren la tierrita al agujero, luego le untan chapopote caliente, derretido. Enseguida le enciman una argamasa de más chapopote revuelto con grava. Al último viene una apisonadora casi portátil que a brinquitos apachurra aquel masacote lo mas que puede (que acá entre nos, es bien poco) y listo, ya está. El que sigue...

Me acordé entonces de los empedradores de allá, de los pueblos.
Más que empedradores, eran verdaderos artesanos.
Su única herramienta era un martillo con una uña encorvada hacia atrás como de quince o veinte centímetros de largo por unos tres o cuatro de ancho. Era todo.

Con esa uña rascaban primero la tierra hasta darle la profundidad adecuada. Luego buscaban la piedra que reuniera las características necesarias para que embonara con la anterior como pieza de rompecabezas. La miraban, la medían, le buscaban el ángulo y la acomodaban. Rellenaban muy bien los huequitos, la amacizaban perfectamente a punta de martillazos, la cubrían totalmente con tierra y luego le pasaban la mano, para comprobar que estuviera a nivel.
Y así, piedra por piedra, tapizaban calles y embellecían pueblos.

Pero eso no era todo. En las plazas, en los jardines, donde se los pidieran podían, con piedras de colores, formar figuras. Flores, estrellas, círculos, mariposas, pájaros, lo que fuera.

El empedrado tenía además la grandísima ventaja de que el agua de lluvia se resumía y rellenaba los mantos freáticos.

No como ahora, que toda el agua que nos cae del cielo se va al drenaje y luego hacen presas con toda esa porquería para que de ahí bebamos.

Como dijo Catón: "Háganme el refabrón cavor"

Don Isra..

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