jueves, 28 de octubre de 2010

Esos si eran maestros, no como......III

Pues si, en Ameca Jal., terminé la primaria. Ahí cursé quinto y sexto años.
El director de la escuela "Mariano Bárcenas" era el Profesor José Ma. Iglesias Robles, nacido en Guachinango Jal., y que tiempo después fué diputado.
Hombre rechoncho, muy güero, de rostro sanguíneo y nariz ancha apericada, pelo rubio lacio abundante y rebelde, vestido con trajes preferentemente de color verde, pero siempre discretos y a mi entender, elegantes. Muy exigente con los maestros a los que demandaba puntualidad y dedicación y a nosotros los alumnos, constancia, orden y limpieza.

Mi maestra de quinto año se llamaba Luz Naranjo.
Era más bien bajita sin llegar a chaparra, de piel achocolatada con cicatrices de viruela en la cara, que poco favor le hacían. De unos treinta años, cabello rizado con algunas canas en el copete, vestía modesta y discretamente, pues según se decía era el único sostén de su madre que padecía alguna enfermedad que la incapacitaba.

Es curioso, pero la mayoría de las maestras de pueblo eran solteronas, aunque tiempo después, supe que la maestra Luz se había casado con uno que fué su alumno.

Buena maestra sin lugar a dudas, aunque a mi se me atragantaba porque siempre me escogía para declamar las "recitaciones".

Que era el día de la madre: "Tú Alfonso te quedas, porque vamos a ensayar la declamación" y así para el día del maestro, para el día de los héroes de la Independencia y hasta para la clausura el fín de año, todas me tocaban a mí.

El último año de la primaria me tocó con la seño Adela. Ella era hermana de Romualdo Camacho, empleado de la Oficina de correos donde mi padre era el Administrador.

La seño Adela era una mujer atractiva, más bien alta, de veintitantos años, piel blanca, labios pintados, cabello negro largo y trenzado, vestía con blusas escotadas y faldas ajustadas de colores vivos que hacían que los más grandulones se dieran discretos codazos al llegar la seño al salón.

Aunque de trato amable exigía atención y no toleraba relajos durante su clase.
Tenía en su escritorio una varita delgada como de medio metro que haría pensar en aquello de que: "La letra con sangre entra" pero que únicamente utilizaba para indicar en el pizarrón o para señalar a algún alumno cuando a este le tocaba dar "la lección".

¡Que tiempos aquellos señor Don Simón!


Don Isra..

miércoles, 27 de octubre de 2010

Esos si eran maestros, no como.....II

En Encarnación de Díaz La Chona cursé tercero y cuarto de la primaria.
La escuela estaba junto a la Iglesia, o más bien era parte de ella, pues la construcción era igual, paredes muy anchas de piedra, techos muy altos y ventanas con rejas de hierro forjado.

La entrada estaba por una callecilla cerrada atrás del mercado, así que teníamos que atravesarlo para llegar y como la escuelita no tenía patio, salíamos a recreo a corretear entre los puestos.

De La Chona recuerdo a mis dos maestros. Eran padre e hijo. El padre Don Silviano Robledo era al director. Hombre de unos sesenta años, de mediana estatura, nariz aguileña, pelo entrecano y desordenado, con un sombrero de fieltro café muy maltratado, traje tambíen café oscuro con el saco y el pantalón holgados y colgados en los hombros y la trasera, camisa blanca que se resistía a la planchada y corbata negra que sobresalía del saco desabrochado.

El hijo se llamaba Arturo. Señor retraído, de unos veintitantos años, era más bien bajito y delgado, moreno, de naríz ancha y pelo lacio y ralo. Usaba camisas de manga corta y se fajaba los pantalones muy arriba del ombligo lo que le abultaba un poco la barriga y le aplanaba las nalgas.

Parece que tenía algún daño en la espalda, porque caminaba dando una especie de giro a la derecha que hacía que su mano se balanceara hacia atrás como si quisiera rascarse la cola.
Acá entre nos, mi padre le decía El Galumbo por aquella manera de moverse.

Yo nunca los ví y mucho menos en la escuela, pero era fama entre las chismosas del pueblo que a ambos les encantaba empinar el codo y que no pocas veces lo hacían juntos en cantinas alejadas de miradas curiosas y servidos por cantineros discretos.

Será o no será, pero fueron mis buenos y dedicados maestros y los recuerdo con afecto.

Y por si fuera cierto aquello de los alipuces, desde aqui levanto una copa de tinto y les digo:

¡¡Salud maestros!


Don Isra...

jueves, 21 de octubre de 2010

Esos sí eran maestros, no como.......

Pues yo nada más estudié hasta la secundaria.

En Ameca se me acabó el camino de la instrucción.

Ahí no se llegaba más que a la secundaria, no había de otra.

En la escuela oficial "Mariano Bárcenas" cursé quinto y sexto de la primaria y por la misma acera adelantito, en la mera esquina, estaba la secundaria que no tenía nombre y que funcionaba en una vieja casona con varias habitaciones habilitadas como aulas, y unas caballerizas atrás que hacían las veces de talleres donde las carreras "técnicas" eran herreria y carpintería.

Hice la primaria en tres lugares distintos: Primero y segundo en Jalpa Zac.
Tercero y cuarto en Encarnación de Díaz Jal.
Y quinto y sexto en Ameca Jal.

En aquellos tiempos no había kinder o pre-primaria, entraba uno derechito a la escuela a los seis años.
No recuerdo el nombre de mi primera maestra, era una mujer a la que nunca ví sonreír. A mi me parecía muy alta, pero a lo mejor no lo era tanto; culiseca, vestido negro con cuello de esos en forma de riñones que rodean el pescuezo, con chongo y antiparras redondas, medias también negras y zapatos de tacón bajito y con correa a medio empeine.

Sin embargo, es justo anotar que pese a su aspecto severo y gesto avinagrado, si nunca recibimos una muestra de cordialidad, tampoco fuimos víctimas de alguna grosería o maltrato.Se limitaba a hacer su trabajo y lo hacía bien.

En segundo año me tocó con la seño Amparo. Mujer rolliza, blanca, pelo naturalmente agüerado, con vestidos de colores y escotes discretos, con mangas a medio brazo y zapatos acordes a la temporada, pues la moda no llegaba aún a aquellos recovecos zacatecanos.

Sabía sonreír y cuando nos quería reconvenir por algo, nos daba unos ligerísimos coscorrones y después una caricia en la pelona, pues todos habíamos de ir rapados por aquello de los piojos.

El director de aquella escuelita se llamaba Don Gonzalo Aréchiga, un señor que ahora sé que se parecía a Pascual Ortíz Rubio.




Don Isra...