viernes, 9 de julio de 2010

En la baticueva.

En aquel entonces era dificil llegar. El camioncillo que salía de Tecomán me dejaba en el crucero de Boca de Apisa, desembocadura del río que divide a los estados de Colima y Michoacán y daba nombre a aquel villorio: Coahuayana

Había que caminar unos cuatro o cinco kilometros por un callejón terregoso para arribar a aquel caserío de trazo irregular y calles de tierra que año con año en tiempos de lluvias inundaba el río.

La oficina estaba a un costado de le iglesia del lugar. De hecho era parte de la iglesia y al cura se le pagaba la renta por aquel pedazo de terreno que se componía de dos cuartos con paredes de adobe y techos de teja, un corredorcito, un patio sin piso y una pila de agua que se surtía mediante un tubo que llegaba del templo a través de un agujero en la pared.

En uno de los cuartos estaba la oficina: La mesa de aparatos, un escritorio chiquito, la máquina de escribir, el mostradorcito, una mesita casera para el mensajero, dos sillas de la cocacola, un archivero y pare usted de contar.

Fuí a cubrir temporalmente la vacante que dejó su titular Don Octavio; hombre ya mayor, de piel pálida, huesos largos y abundante cabello blanco cortado hasta el cuello de sus invariables guayaberas de manga corta, retraído -según díceres- y enfermo, aunque nadie supo nunca de qué.

Este compañero había muerto en el otro cuarto donde había habilitado una burda recámara. Una bastidor sin colchón, sábana y colcha desordenadas y manchadas, en el suelo unas cajas de cartón con su ropa apilada. En un cajón de madera a manera de buró estaban sus lentes, cepillo de dientes, su vibroplex, frascos de medicina y tabletas de analgésicos. Nadie se había aprontado a reclamar sus poquisimas pertenencias porque según eso su esposa e hijos vivían en algún lugar de Nayarit y sus relaciones familiares no eran precisamente buenas.

También estaban las paredes y el piso de ladrillo llenos de sangre seca. Murió solo, desangrándose a causa de una hemorragia.

Mientras los familiares venían por aquellas cosas o decían que se haría con ellas, yo dormía enroscado en el escritorio. El mensajero me recomendó con la misma señora donde se asistía Don Octavio y ella me puso al tanto de cuanta cosa había que saber del caso.

Por cierto la primera noche, ya hecho bolita en el escritorio, llamó mi atención un montón como de hilachillos colgando del techo. Intrigado me paré y con una toalla quise sacudir aquello.

¡Nunca lo hubiera hecho! Se desprendió una docena de murciélagos, que revolotearon por todo el cuarto un buen rato hasta que volvieron a sus lechos colgantes.

Con un tácito acuerdo de no agresión convivimos más de un mes.
No puedo decir que los extraño.


Don Isra...