domingo, 3 de febrero de 2008

¡Dios salve a Mamá Pilla!

Hay pueblos donde dá gusto detenerse a comer. Zacoalco es uno de ellos.
El autobús se detenía en la placita. Justo enfrente del mercado. El chofer hacía como que revisaba el vehículo, el agua, el aceite, el aire de las llantas etc. mientras el cobrador se dejaba ir al mercadito a traerle las gusgueras.
Los que ya sabíamos la rutina, también nos bajabamos y era un gusto ver aquello:
Gorditas con atole, tamales, enchiladas, menudo, pozole, birria, sopes, camotes y calabaza enmielados, y fruta mucha fruta de toda...
Yo me surtía de suficientes sopitos y un buen vaso deshechable de atole bien calientito.
Como las mañanas eran frías, me acurrucaba en mi asiento (por lo regular iba solo el camión a esa hora) y esto era disfrutar de aquel manjar matutino y de la estimulante vista de la laguna seca y a lo lejos el nevado y el humeante volcán de fuego enmarcados por unas nubes color de rosa y un cielo de un azul purísimo.

Otra cosa es Sayula. Ahí no hay nada. Es un pueblo con mucha historia, donde nacieron personajes ilustres como Juan Rulfo o el Pbro. Severo Díaz de quien se dice que ha sido el único en predecir y acertar el acontecimiento de un terremoto entre otras cosas significativas que realizó. Pero en cuestiones de comida, nada...
Un mercadón sombrío, semivacío, con unos cuantos puestos de verduras, y una sola fonda con un menudo chirrio y una carne chiclosa.
Cuando estuve ahí dándole vacaciones al entrañable viejo Don Isaaaaac Teeeeerán (así lo llamaba yo cariñosamente) almorzaba unos tacos en un puestecillo ambulante afuera del mercado. Estaban más o menos. O mejor aquí se aplicaba aquello de que : "Con buena hambre, no hay mal pan". A mediodía si le batallaba. Un lonche un día, fruta otro, hasta que....
¡¡Apareció mi Angel de la Guarda!! (De quien ya tengo dicho que le debo aumento de sueldo desde sabrá Dios cuando, pues siempre, siempre llega cuando aprieta la situación).

Ese día el compa cartero me vió deambulando por los portales en busca de la pitanza y me dijo:
-¿Por que no se asiste con Mamá Pilla? Ahí comen varios maestros y unos que trabajan en la carretera.
Mi compa cartero se va a ir al cielo con todo y botas.

Mamá Pilla era una señora de unos cincuenta y tantos o sesenta años. Blanca, delgada de estatura mediana, con el pelo canoso recogido en un chongo que sujetaba con una peineta, antiparras redondas con arillos dorados, por donde asomaban unos ojillos vivaces y risueños.Vestida siempre con ropas jaspeadas de azul o de negro, cuello hasta arriba mangas de tres cuartos, y falda a una cuarta abajo de la rodilla, medias negras, zapatos cerrados y con un taconcillo.
La casa era de esas antiguas, con su zaguán, su pasillo, su cancel de hierro, su corredor con pilares enmarcaban el patio lleno de macetas y jaulas con pájaros al fondo estaba el comedor y a un lado la cocina. Esta era también de las que todavía tenían pretil con hornillas. Como ya tenía su estufa de gas en el pretil estaban el molcajete, el metate, ollas grandes de barro, para fermentar el tepache de piña, o los cueritos curtidos en vinagre y en la pared semicírculos de jarros y cazuelas todos ordenados por su tamaño.
Su comida era (permítaseme el barbarísmo) ¡Más que excelente!
Cuando llegábamos todos juntos a la hora de la comida entre risas y carreras a sentarnos al comedor, desde la cocina Mamá Pilla nos gritaba riéndose:

-Iralos, se amanadan....(Supongo que quería decir que llegábamos en manada)

Don Isra..

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